Apenas
tenía diecisiete años en ese entonces. Todos los días, en el instituto, tenía
una hora libre y, para pasar el tiempo, me iba a la estación de autobuses y me
sentaba en la sala de espera. Allí, en el centro de la sala, entre los bancos,
había un violinista. Era un joven genio, me encantaba su música. Así que todos
los días iba allí y me sentaba a escucharle durante una hora, a veces incluso
me saltaba clases para quedarme más tiempo.
El violinista era más o menos de mi edad, puede que un poco mayor, tenía
el pelo de color café y le caía bellamente sobre los hombros; sus ojos eran de
un hermoso color verde oscuro, dulces y cálidos; se iluminaban cuando tocaba y
mostraban fielmente los sentimientos de la música.
La
gente cambiaba, pero él siempre seguía allí, erguido, tocando bellas canciones
para entretener a la gente de paso, y yo siempre allí, observándole, sin darme
cuenta, quizás, de que estaba siendo absorbida inconscientemente por él.
Nuestros ojos se encontraban a veces, y entonces yo bajaba la mirada ruborizada
y él se giraba turbado.
Aquel
día la estación estaba especialmente abarrotada y viajeros con prisa corrían de
aquí para allá. Una mujer pasó a su lado, empujando el atril que sujetaba sus
partituras; los papeles salieron volando y se esparcieron por el suelo. La mujer se disculpó con un
fugaz “lo siento” y siguió corriendo,
sin detenerse si quiera un momento, yo me levanté y comencé a recoger las
partituras, la música se había detenido, él también recogía partituras, me
agaché a por la ultima hoja que quedaba en el suelo, el titulo rezaba: “FRITZ
KREISLER - Liebeslied”. Cuando me levanté me encontré de frente con aquellos
bellos ojos verdes y con una sonrisa perfecta me dijo “Gracias”.
En
aquel momento se me detuvo el corazón, dejó de latir por un instante, supe que
él era el hombre al que amaba, al que amaría siempre, pero yo era cobarde en
ese entonces. Me sonrojé, “de nada” le dije y, temblando, me senté otra vez. Él
colocó sus partituras y comenzó a tocar
otra vez, la pieza era la de la última partitura que yo había recogido. Me
estremecí, temblando miré la hora, me di cuenta de que debía irme, pero aquella
canción era para mí, lo notaba. Aquella vez él no dejó de mirarme, la ternura
de sus ojos aumentaba y me atrapó con su
mirada, me perdí en aquellos ojos verdes, me quedé inmóvil y dejé que la música
fluyera, que entrara en mi interior. La última nota vibró un momento en el aire
y luego se apagó como la llama de una vela. Sentí que me ahogaba y me di cuenta
de que había dejado de respirar; tomé aire y el hechizo se desvaneció. Me
levanté, intentando mantener la calma, y salí a la calle. Cuando estuve fuera
de su campo de visión, no pude aguantar más y salí corriendo hacia mi instituto.
No pude concentrarme en las clases, en mi mente solo estaban aquellos ojos
verdes, esa perfecta sonrisa y podía escuchar en mis pensamientos aquella
hermosa melodía.
Al
día siguiente volví a la estación. Cuando estaba entrando vi que el violinista
se alejaba del asiento donde siempre me sentaba yo, cuando me acerqué vi que
había un papel en mi sitio, lo cogí y me senté, era la partitura de
“Liebeslied”, me sonrojé. Me di cuenta de que había algo escrito en la otra
cara del papel, le di la vuelta, “mañana
a las 5:30 en la puerta de la estación”, lo releí incrédula, no podía creer que
aquello fuese verdad. Le miré, sus ojos me confirmaron que aquella nota era
para mí y no para cualquier otra, me sonrojé.
Aquel
día apenas pude concentrarme en la música, estaba demasiado turbada, y la hora
de marcharme llegó de pronto. En clase, aquel día, tampoco pude prestar
atención. Durante toda la tarde estuve encerrada en mi habitación, leyendo y
releyendo, una y otra vez, aquella nota mientras escuchaba la hermosa melodía
de la partitura.
Salí
de mi casa, me dirigí a la estación. A las 5:20 ya estaba en el lugar acordado,
me oculté tras unos arbustos, quería ver cuáles eran sus intenciones, escondida
allí le vi llegar, llevaba una rosa en la mano; se quedó de pie en frente de la
puerta y miraba alrededor ¡era tan adorable! Se percibía el nerviosismo en sus
verdes ojos que se movían inquietos de aquí para allá y se apartaba el cabello
de la cara una y otra vez. Ya eran y media así que salí de los arbustos sin que
me viera y me dirigí hacia él; me miró, sus ojos se iluminaron de felicidad.
Tras él había dos hombres vestidos completamente de negro, uno de ellos alzó la
mano y le golpeó en la nuca, el violinista se desmayó y antes de que cayera al
suelo el otro hombre le cogió y le arrastró hasta un coche cercano. Yo me había
quedado helada y no pude reaccionar, aunque tampoco habría sabido qué hacer.
Cuando cerraron las puertas del coche, yo salí corriendo hacia él, pero se puso
en marcha y se mezcló rápidamente con el tráfico. Le seguí, sería una tontería
descubrirme ahora por lo que corrí tras él intentando disimular. Se detuvo en
un semáforo, lo que me dio tiempo a alcanzarlo, luego se puso en marcha de
nuevo.
—
¡Hola!—un chico de mi clase me había visto, iba en una bicicleta y se había
parado a mi lado.
— Tengo…un
poco de prisa, ¿puedes dejarme tu bici? Te la devolveré, lo prometo— le dije
suplicante y casi sin aliento.
—Vale—
me dijo sorprendido— ten— me dio la bicicleta y me miró extrañado.
—¡¡¡Muchas
gracias!!!—exclamé.
Me
monté en la bicicleta, localicé el coche entre los otros y pedalee con todas
mis fuerzas para alcanzarlo, por suerte
había algo de tráfico y pude seguirlo, aunque con dificultad, por las
calles de la ciudad. Empezó a meterse por calles más estrechas, desiertas, era
demasiado sospechosa así que deje la bicicleta apoyada en una esquina y pedí
perdón interiormente al chico que me la había prestado; fui ocultándome tras
los contenedores, las esquinas y los escasos coches aparcados.
El
coche se detuvo frente a una puerta de un garaje. La puerta empezó a abrirse y
el coche desapareció dentro, en la oscuridad. Me acerqué y en el último momento
me colé antes de que se cerrara. Cuando la última rendija de luz desapareció,
me sumergí en la más absoluta obscuridad por unos momentos, hasta que mis ojos
se acostumbraron y pude distinguir vagamente el camino; palpando la pared
avancé, bajando. Cada vez era capaz de percibir con mayor nitidez el camino,
llegué a un garaje completamente vacío, salvo por el coche negro que había
estado siguiendo, me acerqué sigilosamente y me asomé por la ventanilla, pero
ya no había nadie dentro.
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