Abrió
la puerta en silencio y la cerró suavemente tras de sí. Su dorado cabello brillaba
bajo la luz de las farolas, se escondió tras unos arbustos y se quitó el blanco
pijama, dejando ver una camisa a rayas con el hombro descubierto y una falda negra
inapropiadamente corta. Ocultó el pijama entre los arbustos y se escabulló en
la noche.
Al otro
lado del vecindario un apuesto joven se despedía fugazmente de su padre,
sentado frente al televisor, que no le prestó demasiada atención, y salía también
a la calle. Bajo la luna y el cielo cubierto de contaminación apenas se podían apreciar
su silueta, con sus vaqueros y su camiseta azul mientras caminaba intentando no
llamar la atención de la escasa gente aun despierta.
Ambos
adolescentes caminaban hacia el mismo destino. Él llegó primero. El parque
infantil no estaba iluminado y era un lugar perfecto para encuentros furtivos. Apenas
se sentó en el columpio, ella llegó, mirando alrededor. Sus miradas se
encontraron. Tras reconocerse mutuamente en apenas milésimas de segundo, sus
caras se iluminaron y ambos sonrieron. Ella corrió a los brazos de él y él la
alzó, abrazándola, y sus labios se encontraron y ambos seres se unieron en uno
solo. Sus manos se fusionaron a la espalda del otro y las piernas de ella, que
rodeaban la cintura de él, perdieron su forma fundiéndose y mezclándose con su
cuerpo. Y sus caras se hundieron, la una en la otra, comiéndose mutuamente, cubriéndose
el uno con la piel del otro. Y el ser resultante, algo que era él y era ella,
pero a la vez ninguno de los dos, quedó allí, revolviéndose sobre sí mismo
hasta que el sol salió. Y cuando los primeros niños, acompañados de madres y
padres, acudieron al parque, los primeros gritos se alzaron en el cielo,
alertando al vecindario. Y en las casas de donde habían salido los jóvenes se
escucharon gritos de búsqueda y de desesperación, llamadas hacia los que una
vez habían sido… pero ya nunca serian.
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