Llegó
a su casa, tarde, después de un largo día. Se internó en la oscuridad y llegó a
tientas a la cocina, bebió agua y luego
palpo la pared hasta dar con la puerta del baño. Cuando la abrió, la escasa luz
que entraba desde la ventana, apenas le dejaba ver las cortinas de la bañera
casi completamente cerradas, y se reflejaban vagamente en el espejo. Encendió
la luz, y un torrente de imágenes inundó sus ojos, marcas de manos
ensangrentadas en el espejo, la bañera
casi rebosante de lo que parecía sangre diluida en agua, medio flotando asomaba
una cabellera, que bien podría ser la de su madre, y algunas partes de un
cuerpo humano. Sacudió la cabeza y abrió los ojos, la monótona oscuridad del
baño continuaba invariable, las cortinas
se mecían suavemente con la brisa que entraba por la ventana. Y, entonces, encendió
realmente la luz para encontrarse con su habitual baño de bañera blanca y
baldosas azules. Como siempre, las alucinaciones se habían apoderado de ella,
aquel catastrofismo suyo le había dado los mayores sustos de su vida, pero
llegado a un punto se había acostumbrado. Cada día las escenas más macabras
pasaban fugaces por su mente para dejar paso al momento a una realidad
rutinaria y absolutamente normal que, a veces, se le antojaba aburrida. Pero al
fin y al cabo, aquella era su realidad.
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