jueves, 6 de diciembre de 2012

El Violinista 1ª parte


Apenas tenía diecisiete años en ese entonces. Todos los días, en el instituto, tenía una hora libre y, para pasar el tiempo, me iba a la estación de autobuses y me sentaba en la sala de espera. Allí, en el centro de la sala, entre los bancos, había un violinista. Era un joven genio, me encantaba su música. Así que todos los días iba allí y me sentaba a escucharle durante una hora, a veces incluso me saltaba clases para quedarme más tiempo.  El violinista era más o menos de mi edad, puede que un poco mayor, tenía el pelo de color café y le caía bellamente sobre los hombros; sus ojos eran de un hermoso color verde oscuro, dulces y cálidos; se iluminaban cuando tocaba y mostraban fielmente los sentimientos de la música.
La gente cambiaba, pero él siempre seguía allí, erguido, tocando bellas canciones para entretener a la gente de paso, y yo siempre allí, observándole, sin darme cuenta, quizás, de que estaba siendo absorbida inconscientemente por él. Nuestros ojos se encontraban a veces, y entonces yo bajaba la mirada ruborizada y él se giraba turbado.
Aquel día la estación estaba especialmente abarrotada y viajeros con prisa corrían de aquí para allá. Una mujer pasó a su lado, empujando el atril que sujetaba sus partituras; los papeles salieron volando y se esparcieron  por el suelo. La mujer se disculpó con un fugaz “lo siento”  y siguió corriendo, sin detenerse si quiera un momento, yo me levanté y comencé a recoger las partituras, la música se había detenido, él también recogía partituras, me agaché a por la ultima hoja que quedaba en el suelo, el titulo rezaba: “FRITZ KREISLER - Liebeslied”. Cuando me levanté me encontré de frente con aquellos bellos ojos verdes y con una sonrisa perfecta me dijo “Gracias”.
En aquel momento se me detuvo el corazón, dejó de latir por un instante, supe que él era el hombre al que amaba, al que amaría siempre, pero yo era cobarde en ese entonces. Me sonrojé, “de nada” le dije y, temblando, me senté otra vez. Él colocó sus partituras y  comenzó a tocar otra vez, la pieza era la de la última partitura que yo había recogido. Me estremecí, temblando miré la hora, me di cuenta de que debía irme, pero aquella canción era para mí, lo notaba. Aquella vez él no dejó de mirarme, la ternura de sus ojos aumentaba  y me atrapó con su mirada, me perdí en aquellos ojos verdes, me quedé inmóvil y dejé que la música fluyera, que entrara en mi interior. La última nota vibró un momento en el aire y luego se apagó como la llama de una vela. Sentí que me ahogaba y me di cuenta de que había dejado de respirar; tomé aire y el hechizo se desvaneció. Me levanté, intentando mantener la calma, y salí a la calle. Cuando estuve fuera de su campo de visión, no pude aguantar más y salí corriendo hacia mi instituto. No pude concentrarme en las clases, en mi mente solo estaban aquellos ojos verdes, esa perfecta sonrisa y podía escuchar en mis pensamientos aquella hermosa melodía.
Al día siguiente volví a la estación. Cuando estaba entrando vi que el violinista se alejaba del asiento donde siempre me sentaba yo, cuando me acerqué vi que había un papel en mi sitio, lo cogí y me senté, era la partitura de “Liebeslied”, me sonrojé. Me di cuenta de que había algo escrito en la otra cara del papel,  le di la vuelta, “mañana a las 5:30 en la puerta de la estación”, lo releí incrédula, no podía creer que aquello fuese verdad. Le miré, sus ojos me confirmaron que aquella nota era para mí y no para cualquier otra, me sonrojé.
Aquel día apenas pude concentrarme en la música, estaba demasiado turbada, y la hora de marcharme llegó de pronto. En clase, aquel día, tampoco pude prestar atención. Durante toda la tarde estuve encerrada en mi habitación, leyendo y releyendo, una y otra vez, aquella nota mientras escuchaba la hermosa melodía de la partitura.
Salí de mi casa, me dirigí a la estación. A las 5:20 ya estaba en el lugar acordado, me oculté tras unos arbustos, quería ver cuáles eran sus intenciones, escondida allí le vi llegar, llevaba una rosa en la mano; se quedó de pie en frente de la puerta y miraba alrededor ¡era tan adorable! Se percibía el nerviosismo en sus verdes ojos que se movían inquietos de aquí para allá y se apartaba el cabello de la cara una y otra vez. Ya eran y media así que salí de los arbustos sin que me viera y me dirigí hacia él; me miró, sus ojos se iluminaron de felicidad. Tras él había dos hombres vestidos completamente de negro, uno de ellos alzó la mano y le golpeó en la nuca, el violinista se desmayó y antes de que cayera al suelo el otro hombre le cogió y le arrastró hasta un coche cercano. Yo me había quedado helada y no pude reaccionar, aunque tampoco habría sabido qué hacer. Cuando cerraron las puertas del coche, yo salí corriendo hacia él, pero se puso en marcha y se mezcló rápidamente con el tráfico. Le seguí, sería una tontería descubrirme ahora por lo que corrí tras él intentando disimular. Se detuvo en un semáforo, lo que me dio tiempo a alcanzarlo, luego se puso en marcha de nuevo.
— ¡Hola!—un chico de mi clase me había visto, iba en una bicicleta y se había parado a mi lado.
— Tengo…un poco de prisa, ¿puedes dejarme tu bici? Te la devolveré, lo prometo— le dije suplicante y casi sin aliento.
—Vale— me dijo sorprendido— ten— me dio la bicicleta y me miró extrañado.
—¡¡¡Muchas gracias!!!—exclamé.
Me monté en la bicicleta, localicé el coche entre los otros y pedalee con todas mis fuerzas para alcanzarlo, por suerte  había algo de tráfico y pude seguirlo, aunque con dificultad, por las calles de la ciudad. Empezó a meterse por calles más estrechas, desiertas, era demasiado sospechosa así que deje la bicicleta apoyada en una esquina y pedí perdón interiormente al chico que me la había prestado; fui ocultándome tras los contenedores, las esquinas y los escasos coches aparcados.
El coche se detuvo frente a una puerta de un garaje. La puerta empezó a abrirse y el coche desapareció dentro, en la oscuridad. Me acerqué y en el último momento me colé antes de que se cerrara. Cuando la última rendija de luz desapareció, me sumergí en la más absoluta obscuridad por unos momentos, hasta que mis ojos se acostumbraron y pude distinguir vagamente el camino; palpando la pared avancé, bajando. Cada vez era capaz de percibir con mayor nitidez el camino, llegué a un garaje completamente vacío, salvo por el coche negro que había estado siguiendo, me acerqué sigilosamente y me asomé por la ventanilla, pero ya no había nadie dentro.

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